espada transmitía a su moral, en las
ocasiones solemnes, el frío del acero.
Aquí estoy, históricamente envuelto en los destinos del rey y
del ministro --dijo entre sí D'Artagnan al
salir del real dormitorio; --constará que yo, segundón de Gascuña,
he echado la mano a Nicolás Fouquet,
superintendente de la hacienda de Francia. Mis descendientes, si los tengo,
se envanecerán con este arresto.
Hay que cumplir decorosamente la orden del rey. Todo el mundo es bueno para
pedirle al señor Fouquet la
espada, pero no todos son a propósito para custodiarlo sin promover protestas.
¿Qué hacer, pues para que el
superintendente pase de la cúspide del favor al abismo de la desgracia?
Aquí D'Artagnan se puso sombrío que era una compasión;
le asaltaron escrúpulos.
--Creo --prosiguió D'Artagnan, --que si no soy tonto daré a conocer
a Fouquet lo que respecto a él se
propone el rey. Pero si vendo el secreto de mi soberano, soy un pérfido
y traidor, crimen previsto por el
código militar. No, pienso que un hombre de ingenio, debe salir mucho
más diestramente de este atollade-
ro.
D'Artagnan se apretó las sienes con las manos, se arrancó algunos
pelos del bigote, y prosiguió:
--La desgracia de Fouquet obedece a tres causas: el odio que le profesa Colbert,
el haber intentado amar
a La Valiére, y el estar el rey apegado a La Valiére y a Colbert.
No hay remedio para él, es hombre al agua.
¿Pero yo, hombre, voy a sentarle la planta sobre la cabeza cuando sucumbe
a intrigas de mujeres y de em-
pleados? ¡No en mi vida! Si es peligroso, lo abatiré; si sólo
es víctima de la persecución, veré. Y en vez de
ir a buscar de un modo brutal a Fouquet, para arrestarlo y tapiarlo, voy a hacer
cuanto esté en mi mano para
comportarme caballerosamente.
Y D'Artagnan se encaminó al dormitorio de Fouquet, que, después
de haberse despedido de las damas, se
disponía a dormir tranquilamente sobre los laureles conquistados durante
el día.
El ambiente estaba todavía perfumado o infestado, como se quiera, del
olor de los fuegos artificiales. Las
bujías despedían sus moribundas claridades, las flores caían
desprendidas de las guirnaldas, y los grupos de
danzarines y de cortesanos iban desparramándose por los salones.
El superintendente acababa de retirarse a su dormitorio, sonríense y
más que medio muerto. Ya no oía ni
veía; su cama le atraía, le fascinaba.
Estaba ya en manos de su ayuda de cámara cuando D'Artagnan apareció
en el umbral de su dormitorio.
D'Artagnan, nunca logró vulgarizarse en la corte; en vano le veían
a todas horas y en todas partes; siem-
pre producía la misma impresión su presencia. Tal es el privilegio
de ciertas personas, parecidas en esto al
rayo o al trueno. Todos saben lo que son; pero su aparición admira, y
la última impresión es, indefec-
tiblemente, la que ha sido la más fuerte.
--¡Toma! ¿sois vos, señor de D'Artagnan? --dijo Fouquet.
--Para serviros --replicó el mosquetero.
--Entrad, mi querido señor de D'Artagnan.
--Gracias.
--¿Venís para hacerme una crítica de las fiestas? Sois
hombre ingenioso.
--No, Señor.
--¿Estorban, por ventura, vuestro servicio?
--Nada.
--¿Quizás estáis mal alojado?
--Lo estoy a las mil maravillas.
--Os doy las gracias por vuestra amabilidad, y me siento obligado por todo lo
que de lisonjero acabáis de
decirme.
Esto equivalía a indicarle a D'Artagnan que, pues tenía cama,
fuese a acostarse y le dejase hacer a él otro
tanto.
--¿Ya os acostáis? --preguntó el gascón al superintendente
como si no hubiese comprendido la indire-
cta.
--Sí. ¿Tenéis que comunicarme algo?
--Nada. ¿Dormís aquí?
--Ya lo veis.
--¡Qué hermosas fiestas le habéis dado a Su Majestad, señor
Fouquet!
--¿Lo creéis?
--Magníficas.
--¿Está satisfecho el rey?
--Hasta más no poder.
--¿Por ventura os ha rogado que vinieseis a comunicármelo?
--No hubiera elegido su majestad un mensajero tan indigno como yo.
--No os rebajéis, señor de D'Artagnan.
--¿Esa es vuestra cama?
--¿Por qué me hacéis tal pregunta? ¿No estáis
a gusto en la vuestra?
--¿Me dais licencia para que os hable con franqueza?
--De todo corazón.
--Pues bien, no.
--Señor de D'Artagnan --dijo Fouquet estremeciéndose, --os cedo
la mía.
--¿Yo privaros de ella, monseñor? En mi vida.
--¿Cómo nos vamos a arreglar, pues?